jueves, 18 de septiembre de 2008

El entierro de Antonio el alguacil


Se hallaba tendido en su lecho de muerte, sufriendo los
últimos estertores de la agonía, cuando por su mente
desfilaron todas las tropelías que había cometido en el
transcurso de la guerra civil. Se veía a sí mismo juzgando
a innumerables inocentes, con clara intención de
arrebatarles sus bienes. Los arrojaba por un precipicio, tras
haberlos asesinado a sangre fría para encubrir sus fechorías.
Por el pueblo los rumores se extendían. Estaban todos tan atemorizados que nadie se atrevía a denunciarlo.
-¡Cuánto daría por cambiar el pasado! - se dijo a sí mismo, arrepentido, mientras exhalaba el último suspiro. El día de su entierro, metieron el féretro dentro de un lujoso
carruaje tirado por dos hermosos corceles. Al cruzar el
puente del río Barbaña los caballos se encabritaron, como
si un látigo invisible les estuviese fustigando. El cochero,
aunque resultó ileso, no pudo impedir que el ataúd se
deslizara río abajo, hasta llegar a estrellarse junto a
un pequeño remanso. A Antonio el alguacil se le negó
el eterno descanso, camino del campo santo.